Catarata
Bajo las nubes del
adviento y el amarillear de las hojas caídas
yacía la tarde en la montaña. Un
atardecer de rojos entre miles de verdes que se tornaban a amarillos.
Bordeando el camino que lleva al río, dos mujeres caminaban
en silencio entre los árboles. Fueron a pisar entre los cantos rodados. A
llegar cada vez más cerca del agua. En el mundo no había más diálogo que el de
sus respiraciones con el azotar de las ramas, ni más silencio que el de la
montaña. Madre de roca que calla hasta estallar en vida o en rabia.
Las hojas iniciaban el camino del otoño acariciando la
redondez de las piedras, podrían haber sido dos mujeres libres pero no lo eran.
No estaban libres de pecado ni habían tirado la primera piedra. Habían nacido
en lo más profundo de la tierra, trabajado de su útero y vivido de su simiente.
Habían quemado su fruto, vendido y recibido a cambio. Esclavas de su
subsistencia habían formado parte del pasado antes del pasado. Podrían haber
aceptado convertirse en ceniza como el lugar de donde procedían. Aquella
amalgama de prosperidad en forma de hierro que hoy ardía en un crepitar lejano
y susurrante. Habían dejado atrás aquel camino y él se les revelaba, como peso
sobre los hombros. En forma de ceniza sobre el pelo, en las manos sucias y en
los pies llagados como el alma de aquel que es vendido sin saberse en venta.
Paso a paso bordeando
camino arriba, llevando como única guía las palabras que nacen del boca a boca llegaron
cerca de una pared de piedra horadada por la fuerza de la tierra, de donde
manaba agua cristalina como ya no recordaban, sabían que aquel era el lugar del
que las voces hablaban, los árboles les daban la bienvenida en una sinfonía
verde, azotando acordes sobre el río,
rebotando en miles de notas sobre los cantos rodados. ...
Podían haber elegido dejarse ir en el infierno pero
escogieron el agua. Se miraron a los ojos por primera vez en el largo camino,
se sujetaron de las manos y las dos recordaron las bocas de los suyos y el
fuego. También la voz de aquel que les dijo que la dignidad es lo único que no
se vende. Dejaron las ropas a un lado, dieron el último paso en el río. Se
dejaron fluir. Solo dolió la última mirada. Apenas un instante. Del infierno
del metal volvieron al agua, los pies se fueron convirtiendo en gotas, las
manos en hojas teñidas de verde, los ojos en semillas que flotan para ser
llevadas por el viento a las brañas de la montaña. Sus vientres se convirtieron
en frutales nacientes al borde de la catarata. Los pechos en peces de colores que
fluyen por la corriente a la luz de la luna. Las bocas en sonrisas de juncos
enredados en las orillas. La piel en musgo y el alma en aire
Libertad llamaban a la catarata, los antiguos. De la tierra
venimos y en tierra nos convertiremos.